El prestigio de la belleza - Piedad Bonnett - Editorial Alfaguara - megustaleer- ISBN 9789587049510
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Alfaguara
Pasta Blanda, 204 Páginas. "...La niña de la foto es realmente fea. Debajo de la enorme capota se ve una carita grumosa, de enormes cachetes y diminutos ojos de zarigüeya, vivos y sonrientes. Sobre el labio superior, como un oprobio, la huella mínima, pero inocultable, del dedo torpe del dios que sopló sobre el barro aún fresco para darle vida.
Esa niña soy yo y este relato es, entre otras cosas, el de mis tratos con la belleza. Y, como todo relato verdadero, es también, hasta cierto punto, un ajuste de cuentas con los demás, pero sobre todo conmigo misma. Una lona en cuyas esquinas no hay segundos. Un laboratorio donde remiendo mi propio Frankenstein.
No sé si la mancha sobre el labio es rosa pálido, o violeta o marrón, en parte porque la fotografía es en blanco y negro —uno de esos «retratos» antiguos de bordes blancos y ondulados— y en parte porque ya no tengo el estigma: por alguna razón misteriosa a los tres o cuatro años se diluyó, o lo aspiré en un acto desesperado que me libró de él para siempre.
Todo comenzó para mí, como para cualquier mortal, en el reino del agua: la vieja historia de un sereno flotar que un día cualquiera cesa y se convierte primero en inquietante chapoteo en el vacío y luego en la sensación de que una boca monstruosa te absorbe y te saca de las plácidas tinieblas. Hasta aquí ninguna novedad. En mi caso, sin embargo, la última parte de ese primer capítulo no culminó de la forma sintética, fluida y eficaz que siempre se espera. Cuando mi cabeza empezó a penetrar en el túnel que me conduciría a la salida, me encontré con un obstáculo, el primero de los muchos que iba a tener a lo largo de la vida. Mi persistencia de topo ciego se estrellaba reiteradamente contra un mundo cerrado, un colchón de fulgores violáceos que empezó a provocar estallidos en mi cerebro. Los oídos, que apenas si habían captado hasta entonces pálidos rumores, empezaron a zumbar, como si en cada uno de ellos habitara un abejorro gigante. Todo me daba vueltas. Dentro de mi cuerpo sentía un tum tum de tambores. En mi frente empezó a crecer un resplandor color sangre y en mi boca apareció un sabor amargo. Aquel mar, antes acogedor, comenzó a ahogarme. Yo luchaba como un gladiador diminuto entre las fauces de una fiera. Entonces, en el momento mismo en que mi esfuerzo amenazaba con desfallecer, me convertí en un silbo, en una partícula luminosa que bajaba en espiral desde la eternidad, que es, como se sabe, un mar sin orillas. Un siglo después salí por un agujero sangrante. El Tiempo apareció, me hizo saber que ya no era un renacuajo perpetuo y me instó a usar mis pulmones. Entonces di un alarido pavoroso, que era a la vez de liberación y de miedo.
Mi madre se asustó al verme. Yo era la primogénita y ella había estado esperando un niño rosado, de ojos almibarados como los suyos y una cabeza perfecta, redonda y calva. (La cabeza fue siempre fundamental en su juicio sobre la mayor o menor perfección del prójimo: la proporción, la forma y el vigor capilar eran definitivos.)
Lo que expulsó, en cambio, después de veinticuatro amargas horas de dolores y pujos, fue un ser repulsivo, de cabeza oblonga, que venía envuelto, casi como presagio atroz, en una sustancia llamada meconio, que no es otra cosa —según definición del diccionario— que un excremento negruzco formado por mocos, bilis y restos epiteliales.
Mi madre me dio unos días de plazo para desamoratarme, desarrugarme, y entonces sí develar mi verdadero ser, acorde a su noción de belleza. Imposible que la genética le hubiera jugado esa broma cruel, ignorando las pestañas cerradas, la barbilla perfecta y la piel lechosa de ella misma y de mis innumerables tías y primas. Tendría paciencia, pensó, mientras se recuperaba de los malos tratos de la naturaleza, que había hecho que yo desgarrara su vagina, causándole una hemorragia que obligó a mi abuela y a un par de asistentas a extender al sol sábanas y trapos durante casi dos semanas..."